martes, 19 de diciembre de 2006

El intruso ****


Me había escondido en la última habitación de la casa, en la alcoba de mis padres. Tenía la seguridad de que aquellos ruidos de la cocina eran producidos por una persona. Por primera vez en mucho tiempo tenía miedo. No recordaba cuándo fue la última vez que lo tuve, quizá de bebé, o quizá aquella vez que fui al médico con mamá porque me había salido un bulto tras la oreja. Mi corazón apenas me dejaba respirar cuando algo cayó con estrépito en el suelo del cuarto de baño. La única posibilidad que me quedaba era llamar a la policía, pero para ello necesitaba un teléfono, es decir, salir de mi escondite. Imposible. Yo no tenía otra escapatoria que seguir quieto, tras la cama de matrimonio y esperar a que quien fuera que hubiera entrado a casa encontrara algo valioso y corriera a cambiarlo por droga o por lo que quisiera y se marchara de allí. Creo que fue en ese momento en que noté que me orinaba. No me importó. Intentaba distraer el miedo de algún modo, pero el único alivio que me quedaba era acusar a mis padres por todo lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué se habían marchado aquella semana?, o puede que la culpa no fuera de ellos, sino mía por haberlos animado. ¿Pero Carlos, cómo te vamos a dejar solo en estas fechas? No os preocupéis, mamá, yo estaré bien contesté mientras ideaba la gran fiesta de Año Nuevo en casa de mis padres. Es un castigo divino, estoy absolutamente seguro de ello. Escuché pasos cerca y seguí orinándome. Había tanto silencio que pude oír la respiración agitada del intruso como si estuviera tumbado junto a mí. Era una inspiración ruda de varón que asocié a un individuo grueso. Yo cerré los ojos, como si la oscuridad no fuera suficiente negrura. El picaporte se abrió. La raya de luz del pasillo fue una tangente en mi brazo. Él se acercó tanto a mi cama que al fin pude hasta olerle la transpiración alcohólica. Quien fuera aquel individuo había bebido y mucho. Yo tenía los ojos tan cerrados que no podía saber si la oscuridad era total o el intruso había encendido la luz. Pero supe con certeza que me observaba desde arriba, incluso oí cómo se rascaba en alguna parte quizá cavilando qué hacer conmigo. Oí una maldición alcohólica entre dientes. Lo único que se me pasaba por la cabeza era que todo acabara pronto, que si tenía que matarme que lo hiciera con rapidez. De repente algo extraño sucedió en la habitación. No podría explicarlo. No sé si perdí unos minutos el conocimiento o el tiempo ni siquiera pasó, pero supe que ya no había nadie junto a mí, ni siquiera en el piso. Por un momento pensé que estaba muerto y que aquello formaba parte de la otra vida, pero un ligero dolor en las sienes, un par de arcadas y la humedad en mi entrepierna me dijeron lo contrario. Yo estaba vivo y solo. Me levanté haciendo crujir seis o siete articulaciones, anduve asomando la cabeza por las habitaciones como un ratón asustado y comprobé lo que ya sabía, que nadie más que yo habitaba en casa. Eso sí, la puerta de la calle estaba abierta y con mis llaves puestas. Yo, y mi negligencia habíamos facilitado la entrada al intruso. De aquel descuido me alivió saber que lo podía contar. Hice una rápida inspección en casa. Aparentemente no faltaba nada: ningún cajón abierto, nada revuelto… Apenas una botella de cerveza medio vacía sobre la mesa del salón y el cepillo de dientes en el suelo del cuarto de baño. Aquello tenía poca explicación, hasta que oí, a través del tabique una discusión voces. Correspondía a los vecinos de al lado. Al parecer, él había llegado borracho a casa por segunda vez en el día. Ahora lo comprendí todo.
Solo espero que el alcohol retire de la memoria de mi vecino la ignominiosa situación en la que me encontró. A mis treinta y cinco años uno tiene su dignidad en el equipo de rugby.

Gregorio Martos (Valencia de Alcántara)

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