martes, 19 de diciembre de 2006

Un saxofón **


¡Un saxofón! Necesito urgentemente que suene un saxofón. Voy y lo elijo entre mis compactos. Parker, Charlie Parker. Suena el saxo. No estoy contento con el volumen y regreso al equipo para ordenar a Charlie que sople más alto. ¿Demasiado? No, está bien. Hoy nadie se va a quejar del ruido; los del segundo llevan dos horas dando voces. Ya estoy mejor. Me ducho, me peino hacia atrás y, siguiendo el ritmo del batería, dudo entre afeitarme o dejarme ese look desaliñado que tanto parece gustarle a Eva. Finjo tocar el bajo por el pasillo antes de tomar la decisión. En el salón encuentro medio porro apagado. Lo enciendo y, por fin, elijo no afeitarme; y, aún más, me engomino el cabello hacia atrás, cosa que nunca había hecho. Me cepillo los dientes y me visto con la camisa blanca y el traje negro. No me pongo corbata. Bailo otro poco por el pasillo. El porro me ha sentado de puta madre. Suena el móvil. Lo descuelgo, es Marcos, me dice que pasemos una muy feliz noche, yo le devuelvo los deseos, sinceramente, Marcos es un buen tío. Siempre está en todos los detalles. Miro por la ventana. ¡Qué tranquila está la calle! Parker cambia de ritmo. Regreso al cuarto de baño, me miro en el espejo. Me encuentro atractivo, diferente. Tomo la colonia de Armani, me empapo en ella con los pulsos del contrabajo. ¿Vincent Harper? ¿Se llamaba así el contrabajista? No lo recuerdo, pero sus notas se me han enganchado en el estómago. Busco en su caja los zapatos, me los calzo. Oigo que el móvil recibe un mensaje, es el tercero en una hora. Decido leerlos todos más tarde para contestarlos. Vuelvo al espejo, tres segundos. Abro el cajón de la mesilla, tomo la cartera, el monedero y las llaves. El móvil: el mensaje era de Cristina. Tomo el abrigo bajo el brazo. Otra vez al espejo, esta vez para encontrarme una arruguita nueva en el entrecejo. Otro día me hubiera preocupado, pero estoy seguro de que esta me hace más interesante. Muevo un poco la cadera (Parker sigue siendo el culpable) apago la luz del baño, la del dormitorio y tomo los regalos de la mesa del salón. Abro la puerta y recuerdo que se me olvida algo: apagar el equipo. Respiro los últimos compases de jazz del tema, pero sin darme tiempo a pensar, de inmediato vuelve de nuevo el saxofón escalando en do mayor hasta el cielo. Me estremece. Sonrío y decido dejar la música sonando en el piso. Apagar el saxofón me parece algo que no debía hacer.


Roberto Sancho (Madrid)

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