martes, 19 de diciembre de 2006

Pavarotto, il Rodolfo ***




“Aprender música leyendo teoría musical es como hacer el amor por correo”, eso dijo. Y él ha hecho el amor a pelo durante toda su vida. En los lugares más nobles y rancios y en los eventos más sonoros, en estadios de fútbol, en televisiones, en radios, con los más cultos y con los más pop. El hermosote cantante del foulard blanco es más famoso que Caruso, y ya es decir.
Tenor de vozarrón sin esfuerzo, de do de pecho, de barba noble y gestos de italiano del que no hay quien le tosa, ha conquistado almas y ha llevado a la música culta a ser deseada como se hacía cuando a la Scala se llegaba en calesa y los músicos eran los deportistas de la alta sociedad. Pero el hijo del panadero de Módena no tuvo la oportunidad del castratti del coro francés, ni la nobleza del que tiene un petimetre profesor de canto. Luciano Pavarotti no sabe mucho de papeles manchados de corcheas (o al menos eso dicen las buenas lenguas). Luciano Pavarotti solo canta aprendiéndose de memorias las letras a las que Puchinni y Verdi pusieron la música de dramas en los que las damas terminan muertas por enfermedades sobre un viejo, pero elegante sofá. Luciano canta de oído con las cuerdas que aquel ángel cercano a Dios le ofreció por salvar la vida a aquella viejecita que no merecía morir por ir a comprar leche. Luciano, mi querido Luciano, mi querido Rodolfo, el mejor amante de Mimí, el tenor cantante de Mis sueños de la vida alegre.
Luciano canta y sigue cantando, y se ríe complacido, feliz con sonrisa de sol mayor, por haber llegado a donde nadie que no haya nacido para ello puede llegar, por mucho que estudie la técnica que al astro le sobra. Ninguna estrella sabe que su núcleo es de helio y sin embargo rutilan en el cielo con la seguridad de hacerlo bien, de dar sin ningún esfuerzo lo que se les pide desde los lujosos asientos de las butacas italianas.




Alberto Majorete


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