domingo, 24 de diciembre de 2006

Los Manolos (a Víctor, mi hermano)****


Eran un tipo alto y otro no tanto. Llamaban la atención porque siempre estaban juntos y tenían barba. Algunos creyeron que eran homosexuales, una pareja de maricones que se había venido al barrio de la Ribera de Curtidores buscando una vida bohemia, huyendo de algún complejo residencial donde habían abandonado una existencia de clase media; otros opinaban (sobre todo al principio) que eran terroristas islámicos, pero, aunque a mí también se me pasó por la cabeza algo así, uno de ellos, el menos alto no tenía facciones magrebíes, parecía más bien italiano del norte. Rondarían los cuarenta, bien conservados, algo desaliñados en el vestir, aunque aseados: buenos cortes de pelo y con sus barbas siempre recortadas.
Eran conocidos en el barrio como los Manolos. No me preguntéis por qué. Algún día alguien los llamaría así y ya se sabe como somos en España. De sus verdaderos nombres había también muchas incógnitas. Una de las hipótesis más fiables la ofreció Andrés, el camarero del Delicia, dice haber oído una conversación entre ellos en las que se llamaban Samuel y Bernabé (o Bernard, o Bernardo –la verdad es que tampoco quedaba muy clara esta versión). Porque realmente apenas hablaban entre ellos. Se limitaban a leer. Siempre llevaban lectura en la mano. Si no eran libros, eran revistas, y si no el diario (o varios de estos y de todas las tendencias políticas). Así que, si poco conversaban entre ellos, imagínate las palabras que extenderían al resto de los vecinos. Si seguimos las teorías de Andrés, aparte de aquella conversación apócrifa, las palabras que él solía oír eran: dos cafés solos, gracias, por favor… y poco más. Al menos, por ello pensábamos que eran educados. Pero dicen que los terroristas suelen ser así, educados y amables para causar buena impresión. Bueno, el caso es que casi todas las creencias de la gente del barrio sobre los Manolos se dirigían hacia la su clandestinidad, que eran dos personas que huían, que querían pasar desapercibidos. Yo, por supuesto no me tragué esta versión, ni mucho menos. Si realmente quisieran pasar desapercibidos, nuestro barrio sería el menos indicado para ellos. Si fueran chinos, paquistaníes, hindúes, brasileños, moros… a nadie les hubiera dado por indagar en su vida. Pero siendo dos barbas producto nacional estaba claro que, en el barrio, que es como un pueblo con inmigrantes, se convertirían en la comidilla.
El caso es que en los dos años que residieron en la calle Carnero fueron tan pintorescos como Javilona el travesti, José Luis Borrego el escritor, o Don Enrique el patriarca gitano.
Un día de mayo sobre la hora de comer, uno de los Manolos, el más alto apareció en el Delicia con una mujer. Se sentaron en la mesa del fondo y se besaron.
Todo se rompió. Todo el encanto del misterio se fue a hacer puñetas. No fue el hecho de que los Manolos realmente fueran homosexuales, ni mucho menos, sino porque era la primera vez que se veía al uno sin el otro. Desde entonces pasaron a formar parte de la chusma, de la caterva y perdieron todo el interés.
El otro día, hablando con Andrés de ellos, pasó al bar un hombre de unos cincuenta años. Tenía el pelo blanco, la piel morena como de marino y cojeaba. Le faltaba un loro en el hombro. Le hemos bautizado Jake. Por la mañana suele echar a la máquina tragaperras y beber aguardiente mientras pierde la vista durante horas a través de la cristalera. Hemos barajado que es una persona que ha perdido al amor de su vida, aunque Andrés dice que es una antiguo propietario de un edificio que ha retornado desde Uruguay a Madrid porque está enfermo. Yo no le hago mucho caso porque Andrés tiene una imaginación colmada y muchas veces parece vivir en una novela.

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